En el V Certamen de Relato Breve, convocado por AVAFI con motivo del Día Mundial de la Fibromialgia, 12 mayo 2012.El 3º premio correspondió el relato que sigue a continuación:
«PEQUEÑAS GOTAS DE LLUVIA«
AUTORA: Mª José Calvo Calvo.
Había una vez una niña de seis años que estaba llena de dudas de tal calibre como la existencia de los Reyes Magos o del almacén de dientes del ratoncito Pérez. Otra cosa que le intrigaba mucho era la forma en que las nubes se convertían en lluvia o cómo, por arte de magia, en la primavera, todo se llenaba de flores. Eran muchos los interrogantes que se agolpaban en su mente, pero lo más complicado de todo era aquel galimatías de cielo-infierno-purgatorio-limbo que aparecía en el catecismo de sus clases de religión. La horrorizaba no conocer con detalle las causas que podían enviar a un niño al infierno. Y como no lo tenía nada claro, se esforzaba en ser muy buena para no acabar allí jamás. Se lo habían explicado un día en el colegio. Los niños malos se quemaban en un fuego eterno. Ella no entendía esa palabra, eterno. Le parecía que incluía muchas veces todo el tiempo de su vida. Le daba miedo la palabra eterno. Eran preferibles el limbo, el purgatorio y especialmente, el cielo. Este último debía ser un gran sitio, lleno de nubes, donde al fin se desvelaría el misterio que las convertía en lluvia.
Con los años y la pérdida de la inocencia, fueron desapareciendo las dudas de su infancia y apagándose las llamas del infierno, a medida que otros fuegos y pasiones se encendían y ocupaban el lugar de aquellos. Incluso dejó de maravillarse al contemplar el agua de la lluvia. Pero un día inesperado, ocurrió algo que volvió a despertar a la niña con miedos que habitaba en ella. Se encontró con el DOLOR.
Primero conoció el infierno. No había enormes calderas ardiendo ni grandes llamas, pero sintió como su piel ardía. Dejó de vivir para comenzar a quemarse en un fuego interno, donde más grande que su dolor era su deseo de salir de él, su impotencia al sentir ese infierno como eterno, y recordar que una vez existió una vida sin dolor. La palabra eterno se apoderó de su mente. Ella creyó en la eternidad de su piel abrasada y en la soledad de su sufrimiento. Y cuando más desesperada estaba, ya al límite de sus fuerzas, encontró a unos ángeles. No tenían alas, pero los reconoció rápidamente porque iban vestidos de blanco. Le dieron pastillas y líquidos que pasaron a sus venas y consiguieron, con sus extraños métodos, que pudiese salir a ratos del infierno y descubriese el limbo.
En el limbo su mente funcionaba muy despacio. Allí volvió a dormir. Los días se convirtieron en noches y se sumió en la inconsciencia. El limbo era un sueño constante, pero infinitamente mejor que el infierno, donde volvía a ratos, al despertarse. Otras veces vagaba por un lugar desconocido, donde el dolor y el sufrimiento no eran tan fuertes como en el infierno. Allí asistió a una escuela donde se impartían fuerza y valentía para luchar contra la adversidad, y también ánimo para los momentos en que irremediablemente regresaba al infierno. Los ángeles de blanco le explicaron que se encontraba en el purgatorio.
Tras la lucha en el purgatorio, los sufrimientos del infierno y los sueños del limbo, descubrió que algo estaba cambiando. Sus estancias en el infierno eran más cortas y menos dolorosas. Confiaba en que no iban a ser eternas y no lo eran. Al limbo sólo iba de visita. Su residencia oficial se fijó en el purgatorio, pero las pruebas que debía superar le resultaban cada vez más fáciles. Comenzó a experimentar placeres en los que nunca había reparado cuando era como el resto de los mortales. Sintió el gozo que produce recibir un abrazo, la calidez del tacto, la cercanía de los que amas, la dulzura de una caricia, la pasión, el cariño. Cogió un pincel y pintó con mimo, deleitándose en los movimientos de los dedos, en la precisión del trazo, maravillándose ante lo que pueden hacer unas manos cuando vuelven a ser dominadas por su propietario. Caminó, corrió, saltó, gritó. Buscó la memoria perdida y abrió su mente. Se sintió bien consigo misma. La risa le brotó sin esperarla, y la sonrisa acompañándola. Vio a los demás, a los otros, moverse cerca de ella, pero no sentían ni disfrutaban de cada cosa con la intensidad que se disfruta de nuevo lo que se ha perdido, aunque se recupere sólo por un instante. Observó las nubes y lloró de felicidad mientras sus lágrimas se mezclaban con las gotas de la lluvia. Entonces descubrió que había llegado al cielo.
Y así fue como finalmente la niña resolvió los interrogantes de su infancia y supo lo que era el cielo, que necesitó pasar por el infierno para encontrarlo, que debía superar el purgatorio cada día, y que, aún estando en el cielo, cuando el miedo a volver al infierno aparecía, era un temor mucho más pequeño, porque ahora ya sabía que el infierno no era eterno, ya que en cualquier momento pequeñas gotas de lluvia podrían apagarlo.
… Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
FIN
(«El peor de los males es creer que los males no puedan tener remedio»)
A los ángeles de mi infierno.
Autora: Mª José Calvo Calvo. (socia)